La Noche de Jesús avanzaba lenta, como la caída de un goterón de cera elevada al cuadril. La luna pintaba destellos de princesa con los pies descalzos por las azoteas, y el frío se iba acomodando en los bolsillos de los chaquetones.
A lo lejos, una Esperanza cruzaba la ciudad con el remiendo de decenas de lágrimas en sus costuras. Por Santiago, un silencio de muerte arrebataba suspiros a las preguntas sin trazo de los nombres. Por San Miguel, el Verbo volvió a hacerse nudo, madera y pátina para que la vida se enmudeciera al verlo atravesar por los dinteles de las casas.
Todo parecía ser lo mismo. Pero nada era igual.
Sobre todo, en la garganta de Luis. Rota. Ajada. Cansada a esas alturas de la semana… Pero necesitada de rezos. Los que sólo se consiguen cuando se canta una saeta. Lanzando un dardo. Recogiendo un escalofrío. Recibiendo el calor de un guante sobre la cara oculta de los pensamientos.
Y, además, su corazón le pedía ir a ver al Nazareno al llegar a la calle Larga, a la altura del Bar La Canilla. Acordarse allí de los suyos. Palpitar entre recuerdos. Navegar sobre un mar de calmas.
Siempre escuchó en su casa que, para ser saetero, hacía falta tener un punto de locura y un cuarto de pasión. Que uno necesitaba saberse arropado por la multitud a sabiendas de que en el fondo se estaba sólo con la letra, el paladar y las miradas. Que rezar a pie de calle era lo más parecido a sortear la suerte de un ruedo donde los oles son el único aliento para saber si lo estás haciendo bien o si ni siquiera lo estás haciendo.
Y aunque Luis tenía tablas de sobra para dominar el arte de dejar en ascuas hasta al mismísimo Dios, el mejor que nadie sabía que esa noche era especial. Porque en Jerez, la Madrugada es la Noche de Jesús.
Desde la hora en la que enamora a las palmeras de la Alameda hasta las arrugas que lo ven recogerse.
Desde el dolor musitado de su hombro hasta la dulzura de ese sayón que jala con ternuras de su cruz de carey.
Desde el color traspasado por los años hasta el vaivén de esa saeta que daba vueltas en la barandilla de sus labios… una letra que le llegaría con el paso de las horas. Y que apuntaría en un renglón de la memoria. O en una servilleta tras alimentarse con un café. O entre las líneas del tiempo de su mano.
En esos cinco, seis, siete versos, … Luis trazaría una historia de amor con el dueño de los espacios infinitos.
El que no necesita nada para ser Todo.
Él único que puede detener los suspiros… los ajenos y los de su mundo.
Él que gobierna sin bastón de mando.
El que acoge a los suyos en una hebra de su túnico de las aves frías.
Cuando Luis veía al Nazareno de venir por esa calle, a esa hora donde el alba va soplando farolas, sonreía por dentro. Y lloraba por fuera. Hacía todo lo contrario que mostraba en su día a día. Y no lo podía evitar. Porque así liberaba a su pena y le contaba sus cosas a los que lo vieron crecer entre zurrapas de lomo y taconeos de bulerías.
No sentía miedo. Ni vértigo. Sino paz al verlo horquillear los adoquines de la mañana. Y aunque estaba rodeado de un gentío que esperaban grabar el momento en vez de degustarlo, Luis y Jesús… Jesús y Luis se sentían a solas en ese entorno. Y se miraban a los ojos del alma. Y comprendían esa tortura que era evocar recuerdos de un ayer que destrozaba la piel. La vida. El mañana.
Y entonces, un año más, se obró el milagro…
Uno llegaba hasta La Canilla vencido por las preces, mientras que el otro estaba allí con ganas de gritarle un aquí estoy que rompiera los cristales de derredor.
Uno era Dios en un Jerez de albarizas y veletas, mientras que el otro era una bandera sin fronteras.
A uno lo mentaban todos los días los vencejos sin vuelo; al otro lo encontraban los ecos de las risas como bálsamo para las penas.
Ambos se necesitaban…
Ambos se querían…
Ambos tenían tanto que decirse…
Y de repente, al dejar Jesús tras de sí la Plaza del Arenal, a Luis se le vino la letra a la cabeza…con las manos en los bolsillos y el run run de los nervios por su mente…
Con que mala leche jala
con que jibia va jalando
Marquillo del Nazareno…
Y tras repetirse varias veces estos tres versos, fijó sus miedos sobre el horizonte de ese faro de jerezanismo para comenzar a decirse…
Y no le tire tu tan fuerte
al de Cristina
porque la muerte a chorros vivos
tú le estas dando…
Y cuando al paso le quedaban apenas veinte metros para llegar a su altura, a Luisse le dibujó la felicidad absoluta en su rostro porque el final que tanto andaba buscando… se apalancó en sus manos, …
Con la corona de espinas
que a Él en las sienes
se le están clavando…
Un año más, lo había conseguido. Le había costado, pero ya la tenía en su poder. Y aquella saeta de papel estaba a punto de quemarla en la hoguera de su flamencura a la altura de La Canilla.
Y así, Luis podría rezarle al Nazareno, entornarle los ojos y decirle una vez más que allí estaba, a solas con su dolor, su pena y sus recuerdos… y que en el Cielo él tenía un trozo de jardín que olía a canela, a volapié y a clavo.
Y así, Luis se hacía barro, sonrisa y vida… la misma que el Nazareno le daba y le quitaba a partes iguales.
Y así Luis, con esa letra fraguada en sus entrañas, saldaba su deuda. Se reiniciaba de nuevo. Respiraba tranquilo.
Como respiró el cuadrillero al verlo entre la multitud antes de tocar el llamador y pararle el paso a su altura, sucediéndose lo que siempre sucede cuando se rumorea una saeta al inicio de la calle Larga.
Los móviles se desenfundaron. Las miradas se abrazaron. Y Luis, anclándose a los ojos de su Nazareno, una Madrugá más, se hizo dueño del tiempo. Ayeyeó la espera. Desesperó a los suspiros.
Para unos, sólo fue una saeta más en la Noche de Jesús…
Para otros, la certeza absoluta de que en Jerez los duendes viven en un costado del aire…
Pero para Luis, … para Luis fue su momento, su guiño, su cicatriz curada… porque sólo él fue capaz de elevar esa saeta al alba, rezar con el corazón en la boca y abrirse los pulmones para que éstos llorasen a lágrima viva…
La luna fue testigo de esto que os cuento…
Su risa fue el abrigo que enfundó a sus preguntas y a su sosiego…
Y todos los allí presentes vivieron algo mágico…
Tras los aplausos y la admiración, el Nazareno puso rumbo a su casa….
Luis se perdió en sus cavilaciones…
Y esa saeta, que fue algo más que un rezo, por siempre y para siempre, se quedó hilvanada a los moratones del que destierra penas por la Alameda Cristina.
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