La
Vida es un regalo que se enreda
en
la piel de una Madre, y su regazo
ese
amor infinito, ese flechazo,
ese
llanto primero envuelto en seda.
Una
Madre, en silencio, desenreda
con
el hilo paciente de un abrazo
el
gris de los lamentos y de un trazo,
nos pinta una sonrisa de alameda.
Junto
a ellas, nuestros miedos se consuelan
enhebrando
banderas de regreso
por
si al amanecer, nos desconsuelan…
La
soledad claudica, y pincha en hueso
cuando
sus voces, de nosotros velan
serenando
la rabia con un beso.
Por
eso Dios, al conformar el mundo
buscó
por los confines de la Tierra
ese
latido, que el amor encierra
y
le pidió que diera un Sí rotundo.
Y
en sus labios, el Sí fue tan
profundo
que
desde entonces el vivir se aferra
al
mandato del cielo, y desentierra
el
verso más arcano y vagamundo.
Fue
una mujer -de Nazaret-, María
la
que dejó en su sangre concebida
el
pálpito que en Ella brotaría.
Fue
una Madre, la que dejó prendida
a
su talle -y a su eterna compañía-,
su
corazón, surgiendo así la Vida.
Por
una Madre, el tiempo nunca pasa
pues
sus arrugas siempre son hermosas,
del
jardín de la vida, son las rosas
que
ni el dolor más insufrible, arrasa.
En
su vientre, la espera la traspasa
al
reflejarse, en lunas caprichosas,
todas
esas preguntas temerosas
que
la noche trasmite por la casa.
Beberían
los mares sin pensarlo,
jamás
aceptan darse por vencidas,
y
saben que nos pasa... sin hablarlo.
Se
entregan por completo, sin medidas
venderían
su sangre, sin dudarlo
y
cosen con “te quieros” nuestras vidas.
Foto: Miguel Ángel Segura
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