Tengo la certeza absoluta de que la Semana Santa nació
entre lágrimas y que en algún momento de la semana el cofrade se refugia en
ellas para que su corazón desabroche las penas acumuladas.
Y
este año, yo he llorado en Semana Santa para que mi corazón sosegara su alma.
Y
lo he hecho cuando el rezo se me ha quedado corto. Cuando la palabra gracias se
ahogaba entre pellizcos. Cuando veía mi vida pasar al ver como un palio
llegaba, me guiñaba y se marchaba,… zarandeándome la piel y las costillas que
me faltan.
Este
año quise guardar silencio y ser uno más, ir al encuentro del Cristo de mi
cabecero y verme en una calle con el aire tallando suspiros bajo los inciensos inquietos
de mi mirada.
Quise
volver a saber lo que era una bulla, lo que era remontar una cofradía por la
calle Justicia, sentir el cansancio en mis riñones al estar de pie en una
salida.
Quise
volver a mi niñez y buscarme entre la multitud, saldar las promesas al besar
una estampita, detenerme a saludar dejando las prisas para otro día.
Las
lágrimas que salpicaron mis mejillas el día que el Señor del Cáliz rompió la
luz de San Marcos aún retumban en mi boca y en mi cintura; las que la Virgen de
la Amargura entrevió en mis pupilas entre alamares y naranjas certifican que la
Madre de Dios jamás me dejará solo en este valle de angustias; y ante el Señor
de la lagrima aguada -en la calle Higueras-, supe literalmente lo que era
romperse.
Hubo
muchísimas más. Y no me arrepiento de lo llorado. Es más, lloraría cada latido
de nuevo.
Algunas
eran mías. Otras eran prestadas. Todas fueron necesarias. Me dieron la vida
cuando la vida me faltaba.
Llorar
en Semana Santa… el sexto sentido que humaniza a los cofrades.
Comentarios
Publicar un comentario