Reconozco
que soy feliz cuando alguien me reconoce por la calle como el hijo de, cuando me asocian a
mis distintas hermandades o cuando me identifican con el equipo que acuna
sueños dentro de mi corazón.
Y ese equipo que
palpita en mi interior no es otro que el Sevilla
Fútbol Club.
Hace más de dos décadas
que nos dimos el sí quiero cerquita del estadio del Sánchez Pizjuán, y desde
entonces mis tardes de domingo son una fiesta cada vez que el equipo del que
hablan las lenguas antiguas salta a los terrenos de juego.
Al enfundarme la
camiseta del Sevilla, siento galopar
por mis venas esa huella de felicidad y olvido que sólo el fútbol -bendito fútbol-,
me regala en mí día a día.
Entre los dos nos
separan más de cien kilómetros, pero es que tengo la certeza de que ser del Sevilla es sentirse un
privilegiado, un afortunado, un enamorado en definitiva de una de las señas de identidad
de la ciudad donde la luz trasmina de manera diferente.
Ser
del Sevilla es decirle a los cuatro vientos que
rondan los atardeceres de mi existencia que los pulsos de mi alma se aceleran
cuando en la bombonera de Nervión se desatan las bufandas para animar sin
medida y por las gargantas se va derramando un himno que es más que el himno
del centenario.
Ser
del Sevilla es un pellizco en las entretelas de los
huesos, es un guiño del destino, es una catarata de sensaciones que salen a
flote cuando levantamos títulos con la luna como testigo y que alcanzan el
cielo del orgullo cuando caemos derrotados en las finales que jugamos; porque
nosotros jugamos finales.
Que nadie me acuse de
sentir lo que siento por el equipo que lleva en volandas los arrebatos de mis
entrañas.
Y déjenme que sea feliz
siendo del Sevilla, siendo sevillista.
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