Cada uno de nosotros
lleva hilvanado en algun pasadizo de su memoria todos los besos que en su vida
ha ido recibiendo, ha ido regalando o simplemente ha ido soñando para hacerlos
realidad algún que otro día.
Hay besos que al darlos
nuestros sentidos se nublan, los parpados tienden a cerrarse y las huellas que
dibujamos al hablar de ellos están tiznadas de felicidad.
Hay besos tan amargos
que cuando paseamos por la cicatriz de su recuerdo, aún nos duele el veneno que
llevaban en su interior.
Y hay besos que llevan
cosidos bajo su aroma el sabor de un nuevo horizonte; otros tienden a perderse
en el cielo de las ausencias y con un puñado de besos uno puede derribar el
muro más infranqueable e imposible.
Pero como el beso de
una madre…
Porque es el tipo de
beso que todos necesitamos al menos una vez en la vida, una vez en semana, una
vez en el día.
Nos acompaña desde
siempre, sentimos su aliento desde antes de nacer y es el refugio perfecto
cuando ya no nos quedan lágrimas que secar y todo parece perdido.
Cuando una madre te da
un beso, sientes que el mar de las preocupaciones se calma y tomas conciencia
de que ya nada malo te puede suceder.
El beso de una madre
tiene la habilidad de rozarte el alma por fuera y besarte la piel por dentro.
Es un pellizco de ternura,
de bondad, de entrega infinita…
Da igual la edad que
tengas. Lo cansado que llegues a casa o las prisas que el minutero vaya
acumulando en su cárcel de cristal.
El beso de una madre es
insuperable en el tiempo, es incomparable con el de cualquier otra mujer, es la
certeza absoluta de que alguien daría su vida al entregarte la suya…
¿Habrá cosa más bonita
que el beso de una madre?
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