Cuando
uno se vacía por dentro… al día siguiente el espejo de las dudas no tiene argumentos
suficientes con los que alimentar los reproches.
Si
es cierto que el miedo, la incertidumbre y la inseguridad abrigan nuestros alientos
justo antes de que nos acerquemos a ese precipicio de las verdades, cuando todo
está dicho, o escrito, o entregado,… la verdad es la que se refleja -por sí
sola- sobre el filo de ese precipicio.
Y
créanme, cuando uno tiene la suerte de ver de frente el latido de esa verdad, siente
mucho más que mil sonrisas cabalgar por los nervios de la piel.
Me
gusta pensar que la gente que me rodea suelta todo lo que sus adentros guarda
en las alcobas de su ser, y que en una simple mirada, en un simple gesto, o en
una simple palabra se van desnudando para que juntos podamos seguir caminando
sobre centenares de rosas y afiladas alambradas.
Yo
suelo vaciarme en cada artículo que escribo, en cada abrazo que doy, en cada
mensaje que encierro en botellas de pellizcos para que los demás me lean, me
sientan,… o simplemente… me ayuden a ahuyentar los miedos de mis cicatrices.
Y
la noche del pasado jueves, en una Basílica a oscuras, con la mirada más Dulce
que una Madre puede dibujar junto al escarnio de una pasión, sentí que mis miedos
se quedaron a dormitar en el postigo de la puerta.
Intenté
ser yo, desde los primeros nervios.
Reconocí
huellas perdidas que andaba buscando desde hace tiempo.
Y
lloré -creo que de felicidad-, al percibir como el mismo aire quiso estar ese
día arropando a este erróneo ejemplo.
Me
vacié sobre un atril mercedario; me vacié buscando algo más que una salva de
aplausos; me vacié buscando la mano más humilde que respiraba en aquel templo.
De
corazón, gracias por reflejaros en mis espejos.
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