Hace
un par de días que te marchaste, y nuestra casa de Cristina aún conserva el
aroma de despedida en el aire.
La
luz de los cirios sigue temblando con lo vivido; el luto de Traspaso se está
apoderando de las paredes; y las pisadas de tu voz se están acomodando en el
filo de la entrada.
A
pesar de que las arrugas de mis manos empiezan a delatarme, uno nunca está
preparado para escuchar ciertas noticias. Y la de tu marcha -cerrando los ojos
para dejar de sufrir-, es una de esas que hace que el silencio abrigue miradas.
Supongo
que la abuela Teresa ya te habrá recibido con una copita de Jeré allá en el
cielo, y que en breve estaréis hilvanando nubes y abrazos,… pero para los que
nos quedamos aquí nos toca vivir momentos duros.
Entre
ellos, desempolvar recuerdos, buscarte en cada besamanos, llorarte al no
encontrarte en todos los actos que organiza nuestra hermandad,…
Son
tantas las preguntas que se quedan en el vacío.
Pero
es que fuiste muy grande Carmen.
Y
siempre nos quedará tu nobleza. Tu entereza. Y sobre todo, tus ganas de comerte
el mundo bajo una melena de dolores que -por el bien de todos-, ocultabas bajo
una sonrisa morada.
Hasta
para eso, la gente de Jesús somos especiales.
Y
fíjate si fuiste grande -mi querida madre del nazareno-, que hasta el mismo
Jesús pidió estar fuera de nuestra casa para no tener que soltar su cruz y
llevarte de la mano en tu último adiós.
Allá
donde estés… gracias por llevar como bandera el ser mujer jerezana.
Allá
donde estés… gracias por haberme dado tanto sin apenas yo ofrecerte nada.
Allá
donde estés… cuida de los tuyos -y de los míos-, desde la más hermosa
balaustrada.
Y
recibe -aunque sea tarde-, uno de esos besos que siempre querías que te
regalara.
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