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No caminamos solos


           Hace un par de días surgió la posibilidad de hablar sobre la amistad en los micrófonos de Estilo Sevilla; al dejar atrás ese cielo azul pintado con el alma, sobre mi cabeza seguía latiendo la pregunta: ¿qué le pedimos a una amistad?

Tras varios días pensando, los adjetivos de fidelidad, lealtad, confianza y sinceridad se sienten ganadores y sacan pecho por repetirse en cientos de posibles respuestas, aunque en la mía aparezcan en un segundo plano.

Y se da esta circunstancia porque yo a una amistad sólo le pido una cosa, y es que me permita ser yo siempre, con todas las circunstancias que llevo en mis alforjas, con los defectos y virtudes que perfilan mi carácter, y con mi forma de entender este regalo al que llamamos vida.  

Cuando se llega a cierta edad, uno ya conoce las dobleces de su alma, y sabe perfectamente con quien desea compartirlas, de quien se necesita un abrazo y de quien se espera que traiga un pañuelo envuelto en sonrisas.

Pero no hay edad fija para que uno pueda conocer a alguien y preguntarle simplemente cómo se encuentra, cómo ha pasado la noche o si los agobios de la tarde se han ido por la ventana al amanecer, puesto que pocas veces uno camina sólo.  

Una amistad brota del aliento y de saber escuchar, de mirar a los ojos y de verte en ellos reflejados, de sentir que el tiempo se detiene en cada risa o en cada llanto.

Una amistad nos ayuda a ver las cosas de distinta manera, nos regaña cuando lo necesitamos y nos tiende una mano para que respiremos si nos quedamos sin aire.

Una amistad nace de la admiración, crece en la preocupación y se cubre de recuerdos y nostalgias.    

Como dijo Sir Francis Bacon la amistad duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad…


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