Al bajar la basura la otra
noche volví a verlo.
Entre sus brazos
llevaba la hipoteca de un par de cartones, tapaba sus manos con unos guantes
roídos por el tiempo y su aliento desprendía la fatiga del primer sorbo dado a
un tetra brik de tinto caliente.
Me fijé en su maltrecha
espalda, y descubrí unas cincuenta puestas de sol vividas en soledad; presté
atención a sus huesos, y oí a la humedad corretear de felicidad por ellos;
procuré no pisar su sombra, y sentí a sus zapatos buscar las huellas de un
nuevo soportal donde velar los sueños por un par de horas.
En esos momentos pensé
que si su piel pudiera hablar, si su llanto se pudiera contener, si su voz se
pudiera escuchar,…
Desconozco su nombre, ignoro
su historia, no sé de donde viene ni sé hacia dónde va, pero en mis bolsillos
guardo su melancólica mirada, esa que andaba rebuscando algo que llevarse a la
boca entre los contendedores de basura como si fuera una rata de vertedero.
Abría y cerraba cada
biombo con la maestría y el ingenio de un ladrón de guante blanco. Apartaba con
suma facilidad lo caducado de lo aprovechable. Maldecía a regañadientes entre
los desechos de los que nos creemos mejor que él porque tenemos aún la suerte
de anudar una simple bolsa de plástico.
Quizás nos resulte más
cómodo mirar para otro lado cuando nos hablan -o hablamos- de solidaridad;
quizás nos creemos mejores personas – hasta más humanos- cuando ayudamos a los que
viven y sufren alejados de nuestras fronteras; quizás sea esta época del año la que nos obliga a ser buenos con el
prójimo cuando el resto de los meses caminamos sobre las cabezas de los demás.
Yo todavía no tengo que
rebuscar entre las miserias de los demás para poder vivir, pero de ser así,…
¿hacia dónde mirarías?
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