Me había desvelado, como tantas otras veces, y tenía un mensaje en el wasap: “te echo de menos”.
Lo releí cien veces. Vi la hora y hacía diez minutos que lo escribió. En ese momento, el corazón comenzó a crecerse y el pecho empezó a desvocarse con fuerza.
No me lo pensé y contesté antes de meterme de nuevo en la cama: “dime dónde estas y voy a buscarte”.
A los dos minutos golpearon a la puerta de la entrada. Me acerqué con los nervios en las manos. Era ella.
Abrí nervioso. Queriendo abrazarla. Y al verla ahí, frente a mí, nos miramos con tanta pasión que el alma se desnudó, las miradas pasaron de los ojos a la boca, y cuando ambos pausamos los suspiros, nos besamos.
Con fuerza. Con deseo. Con ese destrozo sobre la piel que solo se resana gracias a la saliva.
Y de nuevo coloqué mis manos protegiendo su cuello.
Y de nuevo me mordisqueó la lengua.
Y de nuevo le grité, entregándole mis miedos, que era de ella, de su ser, de su esencia… esa que me cautivó la primera vez la vi sonreír, la primera vez que me enamoré tras despedirme sin querer hacerlo.
Volví a besarla… y el sosiego volvió a mí.
Volvimos a besarnos… y ambos supimos que era el momento de no dejar de hacerlo.

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