Venía de vuelta en el tren la otra noche y me puse a escuchar, con los ojos cerrados, mis benditos carnavales gaditanos, pasando de Las Marujas a Los Templarios.
Del último cuarteto del Gago a Los Aleluyas.
De la dulzura de Dani Obregón cantando a la extraordinaria última actuación de Tamara Beardo en el Pay Pay.
Pero fue llegar al final del popurrí de La Serenísima cuando un escalofrío negro recorrió mi mirada de arriba a abajo, sintiendo en el reflejo del cristal de mi vagón la pluma de ese indómito filósofo al que tanto echo de menos.
Cuánto he aprendido de él y que bien le vendría al mundo ese colmillo afilado que de vez en cuando se gastaba el de La Laguna con la sana intención de hacer que el mundo abriera los ojos de una maldita vez y que viera el lodazal de mentiras y egoísmos que le estamos dejando a nuestros hijos.
Siempre lo admiré y lo admiraré por siempre. No escondí ni esconderé mi juancarlismo.
Pero con el paso del tiempo me voy dando cuenta de que esta figura gaditana fue algo más que un simple juntaletras y compositor de acordes inolvidables.
Y es que Juan Carlos es un GENIO. Así, en mayúsculas. Y lo tengo sentado, con un cuaderno y un par de cigarros, en el mismo rinconcito de mi casa junto a Velázquez, Maradona, Sabina, Pérez Reverte o Lorca.
Cualquiera no entra en mi casa y muchos menos accede a ese rincón donde el cielo de mis lágrimas se cobija de vez en cuando, pero Juan cayó la puerta con un reguero de verdades, su guitarra al hombro y su gracia gaditana en forma de ironía y cuplé.
Ese sitio es suyo. Se lo ha ganado creces porque es distinto y leal a su corazón, a sus latidos, a su forma de encarar la vida cuando la vida te destroza tras un beso o te abraza tras cuatro gemidos a quemarropa.
No hay día en el que no canturree algo suyo. O lo mencione. O sonría recordando su fina ironía, esa daga que él empuñaba para desespero de su alma cuando los días eran una selva de egoísmos.
Si algún día te pasas por mi casa, que sepas que Juan tiene un rincón propio en la misma, pequeño y acogedor, pero que una vez que lo habitas, no vuelves a ser el mismo.
Y ahora que estoy acabando este escrito, voy a volver a él, que necesito un suspiro de sus coplas para encarar lo que queda de vida.
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