Con los años, uno se va dando cuenta de que la vida es
un regalo que el cielo nos hizo cuando menos lo esperábamos, y que deberíamos
de disfrutar más de cada amanecer.
Sobre
todo, porque sin darte cuenta comienzas a acumular bajo la piel arrugas,
cicatrices y olvidos que -a su manera-, van descontándonos el tiempo.
Latidos,
huellas, miradas; abrazos, despedidas, caricias; besos, silencios, lagrimas… Detalles,
en definitiva, que conforman lo que somos, lo que vivimos, lo que nos queda por
soñar.
Detalles…
Pequeños
gestos que nos hacen el día a día más llevadero, menos impertinente, más
generoso.
Como
esos mensajes que uno recibe cuando menos te lo esperas, a pesar de la lejanía
o la ausencia, para saber de uno, para preguntarnos cómo nos va o para desearnos
la mayor de las felicidades.
Como
esos pequeños sigilos que encontramos en medio de una bulla, de una cola, de
un gentío,
refugios que uno necesita para poder seguir persiguiendo sueños.
O
como cuando ves cómo los que están a tu alrededor se emocionan, se conmueven,
se alegran de todo aquello que superas, que vences, que dejas atrás.
No
estamos solos en este camino de azahares, de atardeceres con sabor a invierno y
de cristales pellizcados por la lluvia.
Nos
empeñamos en creer que todo tiene un precio sobre la faz de la tierra, que todo
lo que podemos consumir cuesta dinero, que todo vale algo, y no nos damos
cuenta de que la generosidad no tiene fecha de caducidad, no se puede rebajar,
no se puede empeñar.
Uno
es feliz asumiendo la vida que le ha tocado vivir, y acompañando cada uno de
sus suspiros con aquellos guiños que nos hacen la vida mucho más fácil, llaves
que abren sonrisas y horizontes tiznados de felicidad.
Cuando
aprendamos a disfrutar de los pequeños detalles de la vida, descubriremos lo más
grande de ella.
Comentarios
Publicar un comentario