Es un placer ver cómo el sol agoniza cada tarde sobre el azul del mar mientras la hermana luna comienza a sombrear sus reflejos plateados sobre los suspiros robados a los zaguanes de la espera.
Ver un atardecer…
Uno de esos pequeños placeres que tenemos a
la vuelta de la esquina y que nos permite colorearle calmas, recuerdos y
pellizcos al horizonte de la vida.
Sucede lo mismo cuando damos un paseo por
la orilla o nos perdemos por Cádiz, cuando recibimos el mensaje de alguien preguntándonos
“¿Qué
tal estas?”, cuando desnudamos con pasión la piel de un buen libro…
Sucede lo mismo cuando reímos en vez de
llorar, cuando la soledad no se atreve a traspasar el umbral de la casa, cuando
unas cuantas letras juntadas emocionan, enrabian, palpitan…
Sucede lo mismo cuando le prestamos
nuestros oídos a alguien, cuando salimos a correr por las mañanas, cuando
leemos a Arturo Pérez Reverte o a Juan Carlos Aragón; cuando canturreamos
un pasodoble del Noly, cuando se nos
escapa un “¡Ole!” escuchando cualquier romance de Antonio Moure o de Alberto García Reyes, cuando improvisamos una cena en cualquier rincón del
mundo; o cuando un beso nos despierta de la siesta, o nos dejamos crecer la
barba un par de semanas o cuando llamas al sueño y éste tarda un segundo en
llegar, arropándote con su mirada de almíbar para que vuelvas a caminar descalzo
por la vereda de los sueños.
Últimamente, nos empeñamos en contarle al
mundo dónde estamos, qué estamos haciendo y qué hora determina nuestros latidos…
y nos estamos olvidando de conjugar el verbo vivir.
La vida nos regala a cada instante
placeres. Grandes o pequeños. De ti depende hacerlos borrables o imborrables.
¡¡Pero vívelos!!
Como decía Charles Chaplin… “canta, baila, ríe, llora, sueña y vive
intensamente antes que baje el telón y la obra de tu vida termine sin aplausos”.
Foto: Víctor Mmb
Comentarios
Publicar un comentario