La sociedad en la que
vivo está anestesiada. Pasa la mayor parte del día asomada a las ventanas del
Facebook, del Twitter y del Instagram, y se ha olvidado de respirar por sí
sola.
Le han hecho creer que la vida se
encuentra ahí, entre filtros y seguidores, y ella ha caído en esa trampa de luces
y directos donde las arrugas y las tristezas no tienen cabida.
Y ha caído en esa trampa porque somos unos
borregos que vivimos con el cuello doblegado, porque nos conformamos con pagarle
el sueldo a políticos corruptos y sinvergüenzas, y porque tenemos a nuestro
alrededor una zona de confort amplia, muy amplia, con una libertad de expresión
limitada, muy limitada, y con escasas armas para llevar a cabo una revolución
como Dios manda.
Los que mueven nuestros hilos lo saben y
nosotros danzamos a su antojo, sino… ¿de qué sirve exhumar los restos de Franco o de Queipo de Llano si con el sistema andaluz de salud que tenemos esperar
en una sala de hospital es coquetear con la muerte?
¿De qué sirve la reforma que quiere
emprender este gobierno buscando un “lenguaje inclusivo” si nuestros mejores
estudiantes tienen que buscarse la vida fuera de nuestras fronteras?
¿De qué sirve indignarse por las banderas,
por los refugiados, por las pensiones… si a los cinco minutos toda la fuerza se
nos va por la boca?
Nos despistan, nos engañan, nos hacer
creer que la culpa la tienen nuestros antepasados y los políticos que acaban de
llegar a Moncloa para que no nos preocupemos por la subida de la luz, la de los
carburantes, las comisiones que se llevan los usureros de los bancos…
Lástima de país…
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