El jerezano de a pie suele sacar pecho sobre el albero
del Parque González Hontoria una semana al año y, con una copita en la mano
sentenciar aquello de “Jerez tiene la mejor feria del mundo.”
Puede
que en parte lleve hasta razón, sino fuera porque esta misma expresión la
utiliza también para definir sus otras grandes fiestas, véase Semana Santa y
Navidad.
El
ombligo del jerezano es así. Y el mundo lo sabe.
Durante
una semana, el jerezano aparca su malestar económico y social, saca del armario
sus mejores galas y ronea por el recinto ferial, ya sea de día o de noche, como
solo un jerezano sabe hacerlo.
Durante
una semana, el jerezano paraliza su rabia con su propia vida y se desplaza a esa
otra ciudad de caballos y farolillos para ahogar sus penas en bailes de
sevillanas.
Durante
una semana, el jerezano presume de amigos de siempre, aumenta su lista de
contactos y brinda por la amistad con rebujito, esa poción mágica que
sofoca el calor de manera maravillosa.
Y
mientras todo esto sucede, la misma ciudad -a lo lejos-, se lame sus heridas de
alquitrán con el reloj de pulsera cambiado de mano, sosiega sus cicatrices y le
confiesa sus desvelos a la luna.
Está
acostumbrada a ser nombrada por todos y a no estar invitada por nadie.
Llega
la Feria del Caballo y ella aprovecha para despeinarse en las azoteas del
centro, broncear su piel con el barniz de los silencios y dejar que el viento
le recuente sus nuevos lunares.
Si
alguien pudiera fotografiar su alma, probablemente la pillaría danzando sobre
el alambre de los olvidos, remendando sueños e ilusiones y respirando a media
voz por los rincones de la primavera.
Mientras
todos se van, ella se queda para emborracharse por sus calles, y yo suelo
acompañarla sin hacer ruido.
Bendito
albero de adoquines..
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