El calendario rachea sus días en torno al mes de marzo
para ir, poco a poco, desabrochando su pecho y buscando versos para enamorar a
la luna sobre el horizonte de los inciensos.
Las
nubes pasan por los alrededores de las iglesias y se santiguan ante los viejos azulejos,
queriendo quedarse a vivir en el zaguán de la espera, de ahí que estén llorando
como lo están haciendo en estos días.
En
las casas de los que somos cofrades, el café huele a torrija, las túnicas empiezan
a bostezar sueños y se conjuga la mirada con el verbo “fe”, esa escama que nos
hace diferentes ante el resto de los humanos.
En
las casas de hermandad, la plata se pone guapa, el ajetreo hace que se llegue
al hogar de madrugada y el que se cree alguien en este orbe cofrade, empieza a
dejarse ver para sentirse importante.
El
recuerdo subraya al hermano que falta, mientras que las sonrisas se comparten
cuando una nueva huella se saca su papeleta de sitio.
Los
balcones blanquean sus barandas canturreando letrillas de saetas, y los
adoquines hacen izquierdos ante la bulla impaciente de los que van y vienen de
besar las manos a esas sagradas imágenes, epicentro de nuestras vidas, mal que
les pese a algunos ciegos de envidia.
Los
altares de culto iluminan el rostro de ese Dios en madera que clava su mirada
en el ojal de nuestros silencios, mientras que su bendita Madre va remendando
sus enaguas sobre las promesas calladas, tal y como hacen nuestras abuelas en
los dobladillos de nuestros hábitos nazarenos.
Las
alpargatas ansían sus relevos; el aire pretende alquilar alguna esquina para
quedarse a vivir en ella y el tiempo descuenta segundos entre nervios y
nostalgias.
Tan
solo queda cerrar los ojos, acallar la espera y ver cómo el alma respira,
siente, se emociona…
40
días… bienaventurada cuaresma.
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