Que Jerez es una ciudad de contrastes es algo que los
adoquines de este bendito rincón llevan cosidos a la argamasa de sus huellas.
Es
dura consigo misma. Es experta en tirarse piedras sobre su tejado. Es única a
la hora de hacerse daño.
Parece
que le gusta ahondar en la pena, cuando la pena es que no ahonde más en
gustarse tal y como es, tal y como la parieron, tal y como la concibieron los
vientos, las aguas y los jerezanos… esos convidados de piedra que son expertos
en mirar para otro lado.
Pero
no está todo perdido detrás de nuestras fronteras mientras que el cielo nos
regale guiños de Amarguras y Esperanzas.
Una
reinó en la tarde del viernes, a pesar del alumbrado, el ruido infernal y los
ávidos de zambombas; la otra despertó a la mañana del domingo como sólo una Madre
sabe apaciguar a los sueños: susurrando nanas con sabor a caricias.
Una
me tiene el corazón a medio deshojar, a medio escribir, a medio suspirar; la
otra tiene pendiente una cita conmigo, a solas, entre la multitud, para que nos
digamos aquello que no somos capaces ni siquiera de silenciar.
La
Amargura ha demostrado en estos días quién es y por qué gobierna como gobierna en
los labios de los que pronuncian su nombre cuando todo está perdido; la
Esperanza suele aparecer entre los escombros de los miedos para gobernar sobre
lágrimas y abrazos, justo en el instante en el que las hogueras de los latidos
se anidan con rescoldos de resignación.
Jerez,
permíteme que te de un consejo… aprende a mirar la vida a través de los ojos de
la Amargura, y búscate cada tarde en las pupilas de la Esperanza.
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