Hace una semana me despedí del estadio Vicente
Calderón. Era una visita obligada antes de que el recuerdo y los tiempos
modernos envuelvan de nostalgias aquella parte de la capital del reino.
Sólo
había pasado un par de veces en coche por sus alrededores y tenía ganas de
sentirlo, de pasearlo, de verlo.
Se
sigue respirando fútbol por sus costados mudos, esos que poco a poco van
mudando la piel con la pena cogida al pecho.
Se
siguen escuchando cánticos en el aire, los de una afición que por encima de
todas las cosas ama los colores de su equipo, sin saber muy bien por qué
sienten lo que sienten por sus venas.
Y
se sigue ondeando sobre el césped la bandera de la fuerza, la garra, la lucha…
valores que no se enseñan en las escuelas, escuelas que deberían de aceptar
estos valores y ondearlos como bandera.
Perdí
la mirada en sus gradas, y la memoria se acortó para imaginarme a aficionados
envueltos en bufandas rojas y blancas animando a un equipo que hizo de las
desgracias a destiempo una forma de vida.
Del
paseo por las entrañas de ese estadio me quedo con el pasillo al vestuario y el
vestuario en sí. Sólo de imaginar que allí mismo estuvo sentado Kiko Narváez,
atándose las botas y desenroscando su tarro de las esencias, en tardes de auténtica
locura, provocó en mí un escalofrío que eternamente me acompañará. No habrá
jamás otro jugador que enamore a la pelota, que la mime y la devuelva como lo
hacía el jerezano.
Y
me quedo con sus calles aledañas, huérfanas de emociones y recogiendo melancolías,
con la voz rota de Sabina de fondo y buscando a Alejandro Dumas para que éste escriba
historias de los que un día salían al campo a ganar, a ganar, a ganar…
Estadio
Vicente Calderón… motivos de un sentimiento.
Comentarios
Publicar un comentario