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Escenario de ensueño


Hoy es Domingo de Ramos, y las palmas de la pasión han cuajado un cielo de ilusiones sobre el horizonte de la espera. 

Para los creyentes, el fin último de los rezos comenzará a desfilar por el sendero de los labios al ver la sombra del Hijo de Dios sobre las esquinas de los barrios; cuentan que le gusta poner sus heridas al sol para que las miradas supuren su escarnio.

Para los no creyentes, el tiempo les abre sus puertas para que se den un respiro y se vayan a coger olas a Tarifa o a broncearse la piel a los Caños... Salud.

Y para la ciudad... 

Para la ciudad es una manera de encorsetar entre palcos todos los defectos que tiene; de ver esa caspa que se queda a vivir sobre nuestros hombros y no somos capaces de sacudirnos; de mirarnos a la cara y preguntarnos ese intento de ser y no poder porque no queremos darnos cuenta de lo que realmente somos.

Pero a pesar de recibir cada día golpes y más golpes sobre las entrañas de sus cimientos, de sentirse pisoteada por propios y extraños, por tener que soportar el latido de algunos cobardes con mala baba, nuestra ciudad no es rencorosa, y abre sus adoquines de par en par para que vayamos a verla, a vivirla, a saborearla... 

De hecho, a estas horas se habrá terminado de maquillar. De perfumar. De gustarse para ver su sonrisa reflejada en los escaparates del centro.

Tendrá cita con los duendes de la noche para acomodar los pellizcos del aire, esos que rematan con filigrana los sentidos al pintarse la luna.

Pondrá en blanco el bolsillo de los recuerdos para que la nostalgia escriba  con susurros aquello que heredarán los nuestros cuando pasen los años.


Y es que -cuando Dios eligió donde quedarse a morir-, buscó un escenario de ensueño. 

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