Mi
amigo Juan es peluquero y pasa consulta durante toda la semana con unas tijeras
y con un peine en sus manos allá por la zona sur. Desde que es padre sabe que
su vida ya no es la misma, pero mantiene intacto su carácter amable y bonachón que
hace que siga siendo buena persona y que yo sea fiel a sus cortes de pelo.
Siempre ha existido
complicidad entre ambos y me gusta escucharle hablar porque cuando el pueblo
habla a pie de calle, el pueblo se mira a sí mismo sin ambages ni celosías.
El pasado viernes me
resultó duro oírle decir que en esta sociedad tan democrática, tan vanguardista
y tan liberal apenas existe la libertad de expresión; y si ésta existiera, la
estamos utilizando rematadamente mal
Y creo que mi amigo
Juan tiene parte de razón.
Vivimos en una sociedad
que avanza a pasos agigantados pero que, a la par que nos aísla, sigue anclada
a esa criptonita que los poderosos, los
políticos y los mandamases se guardan en el bolsillo y cada cierto tiempo nos
la muestran para que nos echemos a temblar.
Existen algunos
valientes que tienen las espaldas cubiertas y pueden dormir con la conciencia
tranquila, pero la mayoría de nosotros, cuando defendemos una causa, lo hacemos
con la voz entrecortada; no somos libres para decir realmente lo que pensamos, para
manifestar públicamente nuestras creencias o para enarbolar una bandera que
ondee al viento con lo que nuestra piel realmente siente.
Por ejemplo, tengo un amigo
cura que no puede expresar lo que piensa por miedo a que su jefe lo mande a
galeras; conozco a gente que están perdiendo el cuello ante tanta sumisión
laboral… y hasta yo mismo a veces llego a casa con los labios ensangrentados de
tanto masticar impotencia por el camino de vuelta a casa.
Pensemos, ¿realmente
somos libre?
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