Antes
de que pliegues este artículo en algún pasillo de tus recuerdos, me gustaría que
te asomaras a una ventana, un balcón también nos vale, y que te fijaras,
serenamente, sobre el horizonte que nos dibuja estos días el firmamento.
Si a la hora de
leerlo la lluvia está besando tejados y canaletas, espérate a que escampe, y
con sosiego préstale tu atención a ese lienzo que cada tarde se descuelga del
marco para descansar y te darás cuenta, sin apenas esforzarte, sin apenas parpadear,
de que ya no están entre nosotros las nubes de la hipocresía, esas que se alimentan
de los escaparates de diciembre, y que a mediados del mes de enero huyen
recelosas ante la idea de jalar de nuestras manos ante cuestas interminables.
Por más años que
se acumulan en mis huesos, al alejarse estas fiestas me sigue sorprendiendo la
actitud que toman algunos humanos que viven al son que marcan las hojas del
calendario.
El que es bueno
por naturaleza, respira bondad a cada paso que da, comparte su ternura y empatiza
con el más débil sin apenas hacerse preguntas, pero el que pretende revestir de
bondad cada paso que va dando, al llegar a su casa lo primero que hace es
colgar detrás de la puerta ese maquillaje con el que tapa sus vergüenzas y disimula
sus carencias, pues probablemente se haya pisado varias veces con el dobladillo
de ese hábito que le viene demasiado grande.
Se de lo que les
hablo, y quizás tú también lo sepas.
De buenas a
primeras volvemos a las malas caras, a los malos gestos, a las malas contestaciones;
ya nadie saluda con alegría, ya nadie se alegra al saludarnos, y cuando dos
miradas se tropiezan, no somos capaces de acunarlas, pues quizás pensemos que
ya no tengan cabida bajo nuestras trincheras, esas que enfoscamos con porciones
de egoísmo y ruindad a partes iguales.
Y llegados a
este punto, ya no es necesario disimular, ya no es necesario actuar, ya no es
necesario seguir fingiendo bajo mascaras que alimentan aquella afirmación
latina de que el hombre es un lobo para
el propio hombre, y en estos tiempos que corren nadie duda en pisotear, en humillar,
en juzgar sin previamente dudar buscando única y exclusivamente el beneficio de
uno mismo, alcanzando entre todos que el verbo que más se conjugue sea el de desilusionar.
Desilusionarse ante
una espera, ante un sueño, ante un futuro que tiñe de trazos negros este
presente; desilusionarse ante la ausencia de oportunidades que no nos dan a
jóvenes formados y preparados aludiendo que aún no tenemos arrugas que
demuestren nuestra experiencia; desilusionarse ante una vida que por día va
perdiendo su sentido y cuyo jugo se nos está escapando por el sumidero de
nuestras ilusiones.
Carezco de la
solución para acallar a estos gritos desesperados,
pero simplemente con que hiciéramos las cosas con un poquito más de cariño de
las que las hacemos podríamos alejar -para siempre-, a esas nubes que tanto y
tanto daño nos hacen. ¿No crees?
Pongo el alma en todo lo que hago. Siempre. Da igual si el calendario marca una fecha en la que es "obligatorio" o no. Las arrugas, el tiempo, me han devuelto muchas alegrías entre las que se han ido colando también decepciones, pero de todo se aprende...
ResponderEliminarBesos, Alberto.
Una buena reflexión, Alberto.
ResponderEliminarSaludos.
Manuel
La Navidad este año a sido un poco ficticia, no te cuento como es Enero triste y duro de llevar.
ResponderEliminarPero bueno eso es lo que hay y nos tenemos que conformar, miremos como llueve y después sale el sol y vivamos con buena voluntad el día a día...saludos Alberto...
Desgraciadamente, la hipocrecia la he visto mucho y no solo en Navidad, pero es algo de lo que hay que aprender e intentar que no se vuelva a acercar, pero ....., que siempre veamos ese bello amanecer aunque llueva y un regalo de ver las estrallas despues de las puestas de sol, señal de que estamos siendo obsequiados con nuevos días en nuestras vidas
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