María estaba sentada
en una silla de enea
confesándole a los vientos
sus miedos de yerbabuena
y las ganas que tenía
de verle su tez morena
al que llega por diciembre
como luz de primavera
y recibe la visita
-en todas las casapuertas -
de reyes y de pastores
de roscos y panderetas
convirtiendo en claridad
la más cruel de las sentencias.
Ella pensaba y pensaba
hilvanando así la espera,
en sus ojillos celestes
como el mar que Él anduviera
y en sus primeras palabras
salteadas por gracietas
y en sus últimos silencios
al saber de su Grandeza…
y en su mirada sin brillo
como Madre nazarena
cuando llegara el momento
de asumir la penitencia
de ser el Hijo de Dios
y el guardián de las creencias.
De ahí que, al acurrucarlo
entre sus brazos de Reina,
lo dormiría entre nanas
que hablaran de su pureza..
y apartaría su pelo
cuando en su cuna durmiera..
y le diría que sueñe
con tambores y saetas..
y nazarenos de fila
que descalzan sus promesas
entre manitas prendías
y lágrimas color yedra.
Le contaría bajito
en un guiño de doncella,
los retales de su vida
cuando el Cielo se rompiera..
y que su Muerte sería
un desgarro de trompetas
un dolor en las entrañas
una condena perpetua
una angustia desolada
y un descabello de tierra…
y un fulgor desamparado
y una tristeza sin pena
y una amargura callada
desnudada por la guerra
de vivir, eternamente
sin cristales por las venas.
Le diría, suavemente
dibujando en la alacena…
que la buscara en Pozuelos
y en el clavo de Por-Vera
y en los ojos de Remedios
y en las sombras de cuaresma
y en el talle de Dolores
o en las manos costureras
de esas madres que descosen
dobladillos de impaciencias
entre dedales sin nombre
y recordadas ausencias.
Le lloraría, sin fuerzas
sin que nadie lo advirtiera;
le gritaría mil veces
que su Palabra consuela;
dejaría que la luna
para siempre le sonriera
en un balancín de plata
y que alguien se la encendiera
con el amor más profundo
ese que rompe barreras
ese que nunca se apaga
ese que ondea en banderas
de un escribano de barro
que confiesa su ceguera
sobre una espalda desnuda
y un desierto sin fronteras.
Ese desierto sin vida
que es su vida sin sus huellas,
sin su piel, sin sus abrazos
sin su voz, sin su presencia…
aunque en el Sagrario esté
y en sus sombras de canela
y en el sí más elegante
que sus labios asumieran…
a pesar de los pesares
a pesar de las dolencias
de las horas descontadas
de los fuegos sin candelas
de los mantos y las sayas
de las joyas, las preseas
las idas y las venidas
las llaves y las cancelas
los versos emparejados
los sonetos que deshielan
las albas y los confines
las noches en duermevela
y todas las cicatrices
que por su alma se perdieran.
Y por eso, Ella estaría
deshojando las demencias
por los siglos de los siglos
sobre lienzos de acuarela
y esperanzando los pulsos
de todo el que se perdiera
dejando que en Navidad
su corazón se encendiera
pues cuando nace Jesús
del vientre de su azucena
de la forma más sencilla
más humilde y verdadera
en un portalito oscuro
pero lleno de simplezas…
de nuevo Dios colorea
con trazos color de cera
la sonrisa más bonita
pintada sobre la tierra
una noche de diciembre
en Jerez de la Frontera.
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