Llevo semanas en silencio. Lo necesito. Me reconforta. Y es el mejor aliado que he encontrado para ordenar mis libros. Mi cabeza. Mis recuerdos.
Pero la otra tarde, los recuerdos se descosieron y ese silencio que reina en mis días se vio acompañado por un llanto roto. Amargo. Desconsolado.
Y todo sucedió al verte en el video de mi Primera Comunión.
Te confieso que no te esperaba. En su momento sepulté en un trastero de mis nostalgias todo lo que me evocara a ti. Para no hacerme daño. Para no rebuscarte. Para no hacerme preguntas que nunca podrías contestarme.
Pero al verte de mi mano paseando por la Plaza del Arenal, con esa mirada templada que es la herencia que me dejaste para sobrevivir en este mundo, el zarandeo y el destrozo fue épico; hasta la soledad vino a consolarme un rato.
Y aquí estoy, intentando juntar palabras entre lagrimas para decirte que te echo de menos, que te fuiste demasiado pronto de mi lado, que tienes un nieto que me está dando la vida y al que le gustan los coches como a ti.
Que curioso. Yo que no se diferenciar las luces de posición de las antiniebla, veo en las manitas de mi hijo a un perfecto mecánico ajustador, montando y desmontando piezas de sus juguetes, y siendo tan perfeccionista con su trabajo como lo eras tú.
Tras ver ese video, me di cuenta de que apenas me hablo con mi familia. De que el orgullo no lleva a ninguna parte. De que las cosas son mas fáciles si se hablan. Si se perdonan. Si se olvidan.
Tras ver ese video, me di cuenta de lo necesario que es un padre. De que nos faltaron dos charlas. De que no hablo de ti para que mi alma no sufra.
Aun así, eternamente te querré viejo.
Cuídate, allá donde estés.
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