Grita cuando tengas miedo. Cuando sientas que la vida no vale nada. Cuando veas que un grito es la única forma de liberarte. Soltar amarras. Y liberar a tu piel.
Grita y deja que tu voz te rompa y desgarre en mil pedazos los resquicios del silencio. Grita hasta quedarte afónico. Grita con tanta fuerza que hasta el eco que llevas alojado en tu interior sonría de complicidad cuando lo hagas.
Grítale a la luna cuando la veas aparecer por tu ventana.
Grítale a las calles cuando las recorras de esquina a esquina.
Grítale al mundo cuando el mundo te de la espalda.
Sabes hacerlo. Desde pequeño lo llevas haciendo. No lo has olvidado. Así que…
Grita. Date el gusto. Coge aire. Abre los brazos. Cuenta hasta cinco, diez. Y expúlsalo con tanta fuerza que te duela el alma y los sentidos al hacerlo. Reponte del esfuerzo. Y vuelve a la carga antes de que el tiempo se reponga del susto.
A veces, un gesto tan sencillo como gritar puede ahuyentar a tus demonios. O al menos, dejarles claro que aun no te has rendido. Que, aunque hayas perdido una batalla, te niegas a firmar el final de la guerra que no estás dispuesto a perder.
Grita bajito cuando necesites liberar a tu corazón.
Grita fuerte para abrirte paso en un camino de sombras.
Grita a fuego lento si necesitas conquistar el corazón de alguien.
Lo primer que hacemos al nacer es gritar para dejar claro que hemos llegado; ahora deberías de dejarte claro a ti mismo que sigues estando pues para eso has nacido.
Y has nacido para equivocarte. Para llorar. Para soñar… en definitiva, para conjugar todos los verbos con el almíbar de tus labios. Pero, sobre todo, has nacido para vivir.
Así que vive. Y hazlo gritando... notarás de esa forma que hasta las mareas te sienten cerca cuando estas lejos de sus sombras.
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