Imagina que llevas ahorrando un año para poder visitar
Barcelona con la ilusión de enseñarle a tu hijo pequeño la ciudad donde juega su
ídolo, Leonel Messi.
Imagina
que la última tarde la reservas para comprar los recuerdos para la familia y dar
el último paseo por Las Ramblas; a saber cuándo podrás regresar.
Imagina
el bullicio, la alegría, los colores de la vida envolviendo al tiempo y al júbilo
hasta que unos cuantos asesinos deciden jugar a ser Dios y empotran su
fanatismo sobre un acerado de cenizas.
Imagina
que salvas la vida -y la de tu hijo-, porque un segundo antes has entrado en
una tienda a preguntar por el precio de una camiseta; imagina entonces que el
ruido, el caos y el miedo te hacen salir a la calle y sólo ves una turba sorteando
adoquines entre sangre, dolor y pánico.
Imagina
que no entiendes nada y que tu instinto de padre hace que busques a tu hijo desesperadamente
para ponerlo a salvo en el interior de tus brazos.
Imagina
que durante dos o tres horas tienes que explicarle que la muerte se ha vestido
de luto y que alguien ha sesgado los sueños de anónimas personas con la guadaña
de la sinrazón.
Imagina
entonces que la rabia te puede. Que el terror te puede. Has estado a punto de
perder la vida y clamas justicia para esos familiares que lloran a sus muertos
tras una nueva masacre sin sentido.
Pero
pasada la barbarie ves que nuestros tanques de defensa se basan en minutos de
silencios, velas y banderas a media asta.
Ves
que la estupidez humana florece en las redes sociales y el grado de odio es
vomitivo.
Y
ves que este país desmembrado da techo, comida y asilo a esos terroristas que
han vuelto a cicatrizar nuestra tierra.
Por
desgracia, esta guerra no es imaginaria, y la vamos perdiendo.
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