Tengo una vecina
en mi barrio que cada vez que los pitos de cañas y las máscaras se apoderan del
mes chiquito sentencia –eso sí, cruzándose la bata- que el carnaval es una
fiesta conformada por gente chabacana y ordinaria para un pueblo ordinario y chabacano.
Creo que una vez tuve la ordinariez de
contestarle, y la respuesta que me soltó tras esa atalaya de chabacanería que
esconde en esa bata fue tan absurda que en menos de un minuto se retrató ella
sola; con marco y todo.
Tras vivir aquel “esclarecedor” episodio
me hice la promesa de que nunca más alzaría una bandera empolvada de purpurina
para defender -desde la distancia y el cariño-, al carnaval y a sus gentes, puesto
que el carnaval por sí solo ya tiene defensa suficiente cada vez que alguien
entona una copla por lo bajini, bien sea en la ducha, bien en el coche o bien
cuando se está compartiendo risas o penas con los amigos.
Lo llamativo del asunto es que con los
años me ido encontrando por el camino a más personas que son de esta misma opinión,
y aunque no entienden nada de los entresijos del 3x4 no dudan en calificarlo de
soez, burdo, vulgar,… En fin.
Pero lo que me resulta más curioso de
todo esto es que este tipo de “personajes” tienen la necesidad imperiosa de
manifestar su opinión, se la pidas o no, sentando cátedra en sus tristes manifiestos,
como si su cometido en esta vida fuera el de cegarnos con su verdad y
recuperarnos para su causa.
Son los mismos que luego disfrazan a sus
hijos para que repartan más trucos que tratos por el vecindario evitando así
que se les señale de seres antisociales.
Conmigo desde luego han pinchado en
hueso, porque le debo tanto al carnaval y he aprendido tanto de él que soy de
esos jartibles que lo viven y lo
disfrutan todo el año entero. Y además, no le hago daño a nadie.
Como muestra de lo que os cuento, corre
por mis venas el veneno de la Historia
desde el momento en que conocí a unos templarios defender a muerte sus coplas
entre escudos y lanzas; sé que algún día tendré que visitar el puente de los
suspiros venecianos, y que al apoyarme en su baranda entonaré el último rondo
de aquel bohemio gaditano que hace magia con sus letras desde sus ensayos y
repertorios; y no hay sonrisa más sincera que la que se traza en mi cara cada
vez que escucho el desgarro de esa niña que sigue siendo mi locura cada vez que
entona aquella falseta que se pierde entre callejuelas y rincones.
Es más, sueño con entrar un día en mi
casa y escuchar de fondo aquel pasodoble que hará que mi sangre -y la de mi aire-,
por fin lata y respire entorno al mismo corazón, sobrando en ese momento todas
las palabras.
Así que esta noche, y a lo largo de esta
semana, déjenme que me ponga dos coloretes, si ese es mi capricho y disfruten
un poco de esta fiesta. Salud.
Reconozco que no me gusta el Carnaval tal y como se plantea donde vivo: es una competición a ver quién es capaz de emplear más tiempo y esfuerzo en preparar el disfraz más elaborado para sus niños. Nada más. Dura unas horas, en el escenario de un pabellón gélido donde las críticas entre las gradas se lanzan como cuchillos envenenados y no siento que haya en ello nada divertido.
ResponderEliminarEl carnaval que yo sueño es ese donde te pones los colores, como tú dices, y sales a la calle a divertirte, a reír como loco, a soñar... y ese, desgraciadamente, aquí no está.
Por eso este año huyo como una cobarde, lejos de la hipocresía, a perderme en un playa donde igual hace frío, pero donde estoy segura que no hay cuchillos. A lo mejor hasta me disfrazo de persona feliz.
Buenos días, Alberto.
No escuches comentarios de personas tristes, el otro día escuche a Javier Cansado decir que el Carnaval de Cadiz es "una ciudad dedicada a la creatividad durante diez días" así son los demás.
ResponderEliminar