Desde hace años al ponerse el sol, se
detiene un rato ante la ventana de aquel salón donde las huellas de sus días
van trazando sus últimos silencios entrecortados. Se atrinchera entre las
cortinas y el visillo, y sin apenas hacerse notar, asiste en la lejanía a esa
despedida amarga y melancólica que cada tarde termina con la eterna promesa de
volver a colorear con tonos rojizos y anaranjados las ropas que aun bailan
sobre los cordeles de las azoteas.
Siente que es uno de esos momentos en
los que puede aspirar vida, y ha hecho de ese instante rutinario el refugio
donde sus manos cansadas reposan, donde sus caricias olvidadas resurgen y donde
sus recuerdos, envenenados de nostalgias,
corretean por entre las yemas de sus dedos.
Suele quedarse allí hasta que la luna
comienza a perfumar con besos y juramentos los zaguanes de la impaciencia, y le
gusta recordarle a esa dama solitaria que tiene que seguir velando por sus
sueños antes de que éstos mueran al llegar la mañana y se esparzan por entre
sus sábanas húmedas.
Pero la otra noche…
La otra noche este deseo tardó en
formularse porque cayó en la cuenta, esta vez demasiado tarde, de que el frío
del invierno traía de nuevo entre sus alforjas a la mentira y a la falsedad
como invitadas en primera clase. Y las sintió ahí, mostrando su cara más dulce
y a la vez más dañina al decorar las calles de su barrio, su vetusto barrio,
bajo un alumbrado con motivos demasiados modernos y que nada tenían que ver con
este tiempo de espera.
Con la mirada aun confusa pudo ver a la
envidia agazaparse entorno a papeles que pronto, muy pronto, serán los
encargados de envolver regalos que pellizcarán nuestra alma de niño, esa que
creemos perder cada vez que una nueva arruga recorre nuestra piel al llegar el
momento de tomar las uvas, y al poner el oído pudo escuchar el eco de las
primeras palmas y panderetas, junto al zumbido inequívoco de una añeja zambomba
que en estos días reúne más gente entorno a su alrededor que la mayoría de los
muros pétreos y obsoletos de un mensaje que no sabe muy bien donde tiene
anclada sus raíces.
Al tener que limpiar el cristal de
aquella ventana que con su vaho se iba empañando se dio cuenta de que el
momento de blanquear nuestros corazones, ese que algunos llaman diciembre,
estaba llamando a su puerta, y un repeluco de culpabilidad recorrió toda su
espalda al saberse que, como los demás, tendría que desprenderse de muchas
piedras que había ido acumulando a lo largo de su camino para sentirse libre de
pecado.
Pero a su vez, una sonrisa comenzó a
trazarse en su cara, un deseo comenzó a distinguirse en su rostro, un destello
empezó a recorrer la oscuridad de sus venas y una sensación que la daba sosiego
y calma pudo acompasar a sus pulsos, esos pulsos que el destino pondría de
nuevo ante las plantas de la sonrisa de ese niño que sólo es feliz cuando hace
de las suyas entre una mula y una buey.
Alberto, un estupendo canto a la Navidad. Felices Fiestas.
ResponderEliminarManuel Navarro
Precioso y emotivo canto a las fiestas que se acercan y que nos traen a todos tantos recuerdos de la infancia.
ResponderEliminar¡Qué bonito escribes, Alberto! La navidad debería ser algo mucho más sencillo pero nos la hemos cargado.
ResponderEliminarUn beso