A
lo largo de mi vida he visto deambular por mis mejillas multitud de lágrimas,
señal inequívoca de que mi corazón desata sus costuras de vez en cuando para
romper aquellos silencios incómodos e hirientes, para acallar a una rabia que
por momentos no le deja articular palabra o para enfrentarse a una tristeza que
se viste de miradas y abrazos envenenados.
Es una manera simple y
personal de vaciarnos por dentro, de zarandear a nuestras heridas, de acunar a
nuestras nuevas cicatrices y de tomar aire para enfrentarnos a unos recuerdos
que el tiempo irá tejiendo entre pespuntes de nostalgias.
Reconozco que me cuesta
romper a llorar, que a veces intento hacerme el fuerte ante situaciones que me
desbordan, que me agarro con ímpetu a la barandilla de la hombría porque eso es
lo que los demás esperan de mí, pero en el fondo soy igual de vulnerable que
los demás y, cuando exploto a llorar, lo hago sin miramientos ni
remordimientos.
Así, y echando la vista hacía
atrás, me he dado cuenta de que he llorado de manera desconsolada cuando un
familiar escribió en el cielo la palabra adiós sin que los vientos
tuvieran fuerzas suficientes para borrarlas.
He llorado como un niño pequeño cuando he sentido cómo
mis latidos se rasgaban a jirones cuando faltaba a mi lado la dueña de unos
suspiros que por egoísta perdí y no quise darme cuenta.
He llorado amargamente cuando
tras de mí escuché el vacío que se siente tras cerrar diversas puertas a
sabiendas de que nunca más volveré a llamar a ellas con mis nudillos, bien por
orgullo, bien por apatía o, simplemente, por que no todos los dinteles sirven
para guarecerse de la lluvia.
Rompo a llorar cada vez que
me encuentro cara a cara con la mirada que en su día tallara la luz entre
gubias de compases, y me estremezco tan sólo al recordar retazos de una infancia
que cuelgan de mis huellas entre guiños color sepia.
Como ven, he vertido
lágrimas. De todos los colores y sabores. Bien sólo o bien en compañía de
aquellos a los que no les importó tender su mano para que en ellas las secara.
Esas lágrimas compartidas son las que mejor respiran.
Pero las que inundaron mis
ojos hace un par de días tiñeron mi cara de un color especial, de un color rojo
que saboreé de otra manera. Tenían un regusto diferente.
Fueron lágrimas que en su
interior llevaban incrustadas la palabra felicidad. Lágrimas que se soltaron de
mis adentros y explotaron en mil pedazos para hacerme olvidar - por unos
instantes -, lo que el aire que respiramos nos trae en cada golpe de mano.
Lágrimas del color de la
camiseta de la que me siento orgulloso; lágrimas del color de las banderas que
desde hace semanas cuelgan de los balcones de las casas; lágrimas del color de
mi sangre, esa misma sangre que se arremolina por entre mis venas cuando escucho
un himno al que no le hace falta letra.
Alberto, me he sentido muy identificado con algunos fragmentos, pero sobre todo con el del familiar que escribe adiós.
ResponderEliminarLa parte de la roja no me llena tanto porque es una pena que en muchos casos solo se saca para el fútbol. Luego ya nadie se acuerda de ella. En ocasiones hasta se esconde para que no te digan "facha".
¡Me ha gustado!