Suelo enmarcar entre suspiros de asombro la cara que se me queda cada
vez que tengo la suerte de recibir un regalo.
Introvertido y poco
dado a expresar en público lo que siento por miedo a condenarme a mis palabras
o a mis gestos, reconozco que lo paso mal cuando en un momento dado soy yo el
elegido para vivir una situación de esas, pues son los nervios y la
incertidumbre los que toman de la mano las riendas de la alegría, y asisto con
sorpresa cómo las tiras de papel se acumulan entre mis manos, oyendo de fondo
las sonrisas del tiempo y los aplausos cómplices de los demás presentes.
A día de hoy - y con
más de treinta primaveras vividas bajo las huellas de mis sueños -, sé que
tengo que aprender a enfrentarme a esos momentos con mayor tranquilidad; sé que
tengo que vivirlos con mayor naturalidad; sé que debiera de disfrutarlos
porque, al fin y al cabo, recibir un presente implica que alguien garabateó el
rostro de uno sobre el cristal de cualquier escaparate y sintió una felicidad contagiosa
por hacernos feliz, al margen del precio, del tamaño o de la utilidad que le
demos luego.
Es el gesto más
sencillo que tenemos para decirle a alguien que nos importa, que no está solo,
que lo queremos, que su presencia en nuestras vidas da sentido a nuestros
pulsos,... pero hay regalos que uno recibe sin darse apenas cuenta.
Son aquellos que el
día a día nos va dibujando sobre las aristas de las horas. Carecen de
envoltura, no presentan adornos en las esquinas, nuestros nombres no aparecen
remarcados sobre una pegatina de fantasía y el papel con el que se nos entrega
es invisible y apenas se muestra doblado.
Precisamente uno de
estos regalos los recibí la otra noche, camuflado en un grito desesperado para
evitar que la ansiedad y la tristeza hicieran de las suyas sobre una persona
que lleva adosada la dulzura hilvanada a su mirada, pero que tendría que
aprender a quererse un poco más, a confiar en sí misma antes que en nadie, a
dar un golpe sobre la mesa de su decisiones y a luchar por sus sueños si no
quiere ver cómo sus sueños se esfuman entre sus lágrimas.
Su mensaje fue claro,
sincero, ahogado, melancólico:
- “¿Puedo
llamarte? Necesito hablar y desahogarme.”
Con los tiempos que
nos están tocando vivir, donde preferimos que nos lean a que nos escuchen,
donde escuchar se nos antoja difícil pues el ruido que hay afuera nos impide
leer nuestras palabras, encontrar a alguien que levante la mano y que quiera
compartir sus silencios y sus miedos es un regalo que hay que saber abrir y
disfrutar. Pero sobre todo, apreciar.
Y como ese regalo, a
lo largo del día nos vamos encontrando con multitud de ofrendas que hay que
saber descubrir, que hay que saber saborear, que hay que saber compartir.
Si me dieran a
elegir, preferiría mil veces tener que rasgar la envoltura de este tipo de
regalos que ver cómo envejecen aquellos que por un instante arrancaron de mi
una leve sonrisa. Está claro que todo es cuestión de gustos, aunque ¿ tu no
escogerías lo mismo?
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